Por Alicia Salamanca Fernández
Artículo publicado originalmente en Social.cat en catalán el día 22 de noviembre de 2017
Las mujeres siempre han sido unas grandes conocedoras de hierbas, pociones, venenos y remedios naturales. Algunos grupos científicos consideran a las mujeres como las primeras toxicólogas de la historia. Existen infinidad de fuentes históricas informativas sobre este tema; entre ellas, podemos descubrir los escritos medicinales de los discípulos de Aristóteles, donde se recogen interesantes conclusiones de la fusión entre Féminas y Alcaloides.
En este artículo nos introduciremos en cómo el constructo sexo-género atraviesa a las personas que usan drogas y cómo la vivencia cambia si eres hombre o mujer. El patriarcado genera una falta de derechos para las mujeres, situando el género femenino en mayor desvalorización social frente al masculino.
Que las mujeres consumen drogas no es un fenómeno desconocido, o que se las relacione con el uso lúdico-festivo de estupefacientes tampoco nos llama la atención; el punto de mira cuestionador y la respuesta social castigadora empieza cuando estas mujeres entran en el consumo problemático de estas sustancias, cuando dejan de estar calladas y tranquilas. Cuando son madres (pilares) de familia, cuando transgreden su rol de mujer y cuando no piensan en su deseo personal, sino en un mensaje atávico que las oprime y las reduce. Esta visión sancionadora genera una jerarquía social donde las mujeres se encuentren en una desigualdad estructural.
Todo esto se transmite mediante los Mandatos de Género: mensajes sociales que nos dicen cómo tiene que existir un hombre y como tiene que existir una mujer. Este «encargo» social es determinante en la construcción de nuestra identidad, da lugar a expectativas sociales que se espera de las personas para ser consideradas mujer u hombre. Si elaboramos una lista de estos mandatos, observaremos claramente que unas indicaciones sociales son más valoradas que otras. Así pues, las cuestiones asociadas a la masculinidad como el poder o la agresividad, obtienen mayor reconocimiento que aquellos relacionados con el cuidado, la necesidad de ser y amar, etc.
Ahora bien, este orden social traspasa el consumo de drogas: la hegemonía del patriarcado y su discurso anacrónico señala aquellas actitudes que considera impropias para los hombres y sobre todo inadmisibles para las mujeres. Este hecho dispara mecanismos de control como el miedo, la vergüenza y la culpa. A modo de ejemplo, veremos alguna muestra de cómo el patriarcado está presente en todas y cada una de las esferas que rodean el consumo de drogas.
Desde sus inicios, a las mujeres se los enseña a gustar a las personas con el fin de obtener aprobación, sobre todo de los hombres. Esta capacidad de atracción se realiza a través del cuerpo. Las mujeres somos cuerpo, sexualidad y belleza exterior, siendo estos los componentes básicos de la feminidad: las mujeres son educadas para asumir su cuerpo y su sexualidad como un instrumento con el fin de conseguir cosas a cambio: un cuerpo que le otorga beneficios pero sobre todo pérdidas. Esta construcción de género basada en la belleza exterior, está altamente ligada a la autoestima y el concepto de una misma. Les da poder y las oprime al mismo tiempo.
Sobre todo en las personas donde a lo largo de su vida se encuentran en situaciones vitales complicadas, como sería vivir en la calle o abusar de drogas, podemos encontrar grandes diferencias en relación con el género: las mujeres tienden a utilizar su sexualidad y sus cuerpos con un hombre para obtener protección de otros hombres (así como conseguir dinero para poder seguir consumiendo), siendo la prostitución uno de los motivos de salida para las mujeres. En cambio, en los hombres –por| la misma construcción de género–, tienden a la agresividad y a la transgresión violenta en forma de robo o atraco para autofinanciarse el consumo.
Desde la infancia, a las mujeres se les atribuye una cultura de dependencia con valores como el cuidado, la pertenencia y la disposición para atender sin límites a otras personas, cuidar siempre por encima de ellas mismas y en todo este entramado aparece la maternidad. Cuando una mujer está embarazada, se espera de ella que sea responsable, madura y juiciosa y por descontado que no use o abuse de las drogas. Si la sociedad se encuentra con madres consumidoras, se abre una censura y empieza la búsqueda de «la mala madre». Se activan juicios y cuestionamientos hacia su labor maternal, se llega a sanciones y penalizaciones, con todo el sufrimiento que eso puede comportar. La sinopsis acaba casi siempre con un mismo final: la madre pierde innumerables pertenencias: aquellas que le enseñaron a preservar por encima de ella misma. Esta situación no se desarrolla de igual manera cuando esta misma sociedad se encuentra a un padre de familia con un grave problema de alcohol; en este caso la sociedad es más permisiva. No se juzga tanto su paternidad, simplemente se considera «habitual», ya que es un hombre y por lo tanto hay menor exigencia de entrega y disponibilidad hacia las otras personas «perdiendo bastante el sentimiento de ser, amar y pertenecer».
El reflejo patriarcal también está presente cuando las mujeres tienen que consumir de manera encubierta, escondidas, intentando que se note cuanto menos mejor. Aquí muchos hombres –también consumidores– los aconsejan tomar menos cantidad que ellos, principalmente para que puedan seguir cumpliendo este rol de responsabilidad que implica ser mujer, o quizás para evitar la punzante resonancia de la palabra –viciosa– que tienen que oír tantas veces. Esta clandestinidad hace que su consumo sea invisible –sobre todo en drogas prescritas– para no traspasar fronteras más allá de las personales, que todo quede «de la piel hacia dentro» y en caso de compartir este espacio, que sea con la «familia consumidora creada».
Con todo eso y desde el ámbito profesional, se hacen necesarias estrategias de prevención, programas de reducción de riesgos y tratamientos para el abuso de sustancias que satisfagan las necesidades particulares de las mujeres, adaptándose a los cambios sociales e implementando mensajes con perspectiva de género, basados a favorecer la autoestima femenina en su propia percepción y valoración, consiguiendo que ellas se puedan ver a sí mismas y no a través de las/los otros, haciendo feministas cada una de las intervenciones que hacemos con las mujeres.
Toma cada vez más importancia la articulación de redes solidarias entre las mujeres, la creación de espacios inclusivos y exclusivos para ellas, espacios de pensamiento donde activar procesos de (des)aprendizaje y co-crear nuevos roles de género, donde puedan expresar, sumar, soltar, conectar y desenvolver, donde todas estas uniones contribuyan a desmaternizar las mujeres, orientar hacia el equilibrio de los factores de riesgo y protección en diferentes áreas de la vida, como|cómo es la familia, el grupo de pares, las relaciones sociales y el consumo de drogas.
Sólo así podremos conseguir una visión más equitativa, inclusiva y holística de nuestra sociedad.